martes, 26 de agosto de 2008

Tributo a Rosario Castellanos

XXII[1]











El aire amanece limpio, recién pronunciado por la boca de Dios. Pronto va llenándose de estrépito del día. En el establo las vacas hechan su vaho caliente sobre el lomo de los ternerillos. En la majada se esponjan los guajolotes mientras las hembras, feas y tristes, escarban buscando un gusano pequeño. La gallina empolla solemnemente, sentada en su nido como en un trono.
Ya aparejaron las cabalgaduras. Salimos temprano de Bajucú, porque la jornada es larga. Vamos sin prisa, adormilamos por el paso igual de los indios y de las bestias. Entre las espesura de los árboles suenan levemente los pájaros como si fueran la hoja más brillante y más verde. De pronto un rumor domina todos los demás y se hace dueño del espacio. Es el río Jataté que anuncia su presencia desde lejos. Viene crecido, arrastrando ramas desgajadas y ganado muerto. Espeso de barro, lento de dominio y poderío. El puente de hamaca que lo cruzaba se rompió anoche. Y no hay ni una mala canoa para atravesarlo.
Pero no podemos detenernos. Es preciso que sigamos adelante. Mi padre me abraza y me sienta en la parte delantera de su montura. Ernesto se hace cargo de mi hermano. Ambos espolean sus caballos y los castigan con el fuete. Los caballos relinchan, espantados, y se resisten a avanzar. Cuando al fin entran al agua salpican todo su alrededor de agua fría. Nadan, con los ojos dilatados de horror, oponiendo su fuerza a la corriente que los despeña hacia abajo, esquivando los palos y las inmundicias, manteniendo los belfos tenazmente a flote. En la otra orilla nos depositan, a Mario y a mí, al cuidado de Ernesto. Mi padre regresa para ayudar el paso de los que faltan. Cuando estamos todos reunidos es hora de comer.
Encendemos una fogata en la playa. De los morrales sacamos las provisiones: rebanadas de jamón ahumado, pollos fritos, huevos duros. Y un trago de comiteco por el susto que acabamos de pasar. Comemos con apetito y después nos tendemos a la sombra, a sestear un rato.
En el suelo se mueve una larga hilera de hormigas, afanosas, trasportando migajas, trozos diminutos de hierba. Encima de las ramas va el sol, dorándolas. Casi podría sopearse el silencio.
¿En qué momento empezamos a oír ese ruido hojarasca pisada? Como entre sueños vimos aparecer ante nosotros un cervato. Venía perseguido por quién sabe qué peligro mayor y se detuvo al borde del mantel, trémulo de sorpresa y de miedo; palpitantes de fatiga los ijares, húmedos los rasgados ojos, alerta las orejas. Quiso volverse, huir, pero ya Ernesto desenfundado su pistola y disparó sobre la frente del animal, en medio de donde brotaba, apenas, la cornamenta. Quedó tendido, con los cascos llenos de lodo de su carrera funesta, con la piel reluciente del último sudor.
-Vino a buscar su muerte.
Ernesto no quiere adjudicarse méritos, pero salta a la vista que está orgullos de su hazaña. Con un pañuelo limpia cuidadosamente el cañón de la pistola antes de volverla a guardar.
Mario y yo nos acercamos con timidez hasta el sitio donde yace el venado. No sabíamos que fuera tan fácil morir y quedarse quieto. Uno de los indios, que está detrás de nosotros, se arrodilla y con la punta de una varita levanta el párpado del ciervo. Aparece un ojo extinguido, opaco, igual a un charco de agua estancada donde fermenta ya la descomposición. Los otros indios se inclinan también hacia ese ojo desnudo y algo ven en su fondo porque cuando se yerguen tienen el rostro demudado. Se retiran y van a encunclillarse lejos de nosotros, evitándonos. Desde allí nos miran y cuchichean.
-¿Qué dicen? –pregunta Ernesto con un principio de malestar.
Mi padre apaga los restos del fuego, pisoteándolo con sus botas fuertes.
Desde entonces los indios llaman a aquel lugar “Donde se pudre nuestra sombra”.
Su voz es espesa de cólera. Ernesto no entiende. Insiste.
-¿Y el venado?
-Se pudrirá aquí.
-Nada. Supersticiones. Desata los caballos y vámonos.
Su voz es espesa de cólera. Ernesto no entiende. Insiste.
-¿Y el venado?
-Se pudrirá aquí.
Desde entonces los indios llaman a aquel lugar “Donde se pudre nuestra sombra”.








[1] Fragmento de la obra BALÚN CANÁN de Rosario Castellanos.

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