Rosario Castellanos
Y su visión de la justicia
Rosario Castellanos nació en el Distrito Federal, en 1925, pero desde que le fue posible viajar, su familia se trasladó a San Cristóbal de la Casas, donde pasó toda su infancia y primera juventud y estudió hasta la secundaria; abandonó ese estado sólo cuando llegó a la edad de continuar la preparatoria e ingresar a la universidad.
Pero quedó muy marcada con lo que vio, estudió y observó esos primeros años de su vida. Su familia poseía tierras, aunque perdió mucho a raíz de la Reforma Agraria, que durante el periodo presidencial de Lázaro Cárdenas afectó haciendas y latifundios.
De cualquier manera, su familia, aunque empobrecida, siguió siendo de las privilegiadas; ella, hija única a raíz de la muerte de su hermano menor, fue criada por una nana, casi de su edad, que la cuidaba y jugaba con ella.
Como mucha gente que vivía en esas condiciones, pudo sopesar y observar las diferencias de dos mundos: el de los blancos, adinerados, que gozaban de una posición socioeconómica superior; y al mismo tiempo el de los indígenas, empobrecidos, quienes recibían una paga que no equivalía al trabajo realizado y que estaban acostumbrados a obedecer órdenes, no sólo laborales, que les comunicaban los blancos. Ambas partes aceptaban la superioridad de unos e inferioridad de otros.
Eso venía desde los tiempos de la conquista y se prolongó de manera natural toda la colonia; no desapareció con la independencia de 1821, tampoco con el triunfo de la fracción liberal en 1857, ni después, cuando el ejército liberal expulsó a los invasores que intentaron establecer en México el segundo imperio. Más bien se agudizó tras los largos periodos presidenciales de Porfirio Díaz. A lo largo de cuatro siglos Chiapas, rica en cultivos, selva y calor humano y vegetal, ha sido uno de los estados menos favorecidos por las políticas que han gobernado México desde que era parte de España. Rosario Castellanos vivió esas injusticias de niña y adolescente.
Aunque pertenecía a una familia adinerada, convivía con niños indígenas, comía con ellos, jugaba con ellos. Tenía una doble vida, como la de todos los que pertenecían a su misma clase socioeconómica, sólo que ella, en vez de crecer considerándose privilegiada, dueña de la vida de sus sirvientes, prefirió ponerse del otro lado de la acera, se identificó con los desposeídos y trató de servirles.
Al terminar la carrera de Filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México se fue a vivir una temporada a la tierra que la vio crecer, y con devoción franciscana se dedicó a educar a los indígenas, trabajó en su beneficio, escribió obras de teatro para que los niños chiapanecos aprendieran a leer y a escribir, y de esta manera adquirieran las otras herramientas para tener una vida más digna. Trabajó para el Instituto Nacional Indigenista, con la convicción de que los superiores no eran los blancos, los adinerados, los poderosos, sino los humildes, los explotados.
Pero no los convirtió en héroes, sino que los miró como a seres humanos, con muchas virtudes y también muchos defectos derivados de la miseria en que viven.
Retrató algunas de sus experiencias en sus dos novelas, “Balún Canán” y “Oficio de tinieblas”; pero donde mostró con más exactitud los contrastes entre ambas visiones de la vida fue en los relatos inexorables, a veces rudos, aunque bellísimos, de “Ciudad real”.
Pero Rosario Castellanos no tenía una visión trágica de la vida y también retrató a los otros, a los privilegiados, en otro volumen de cuentos, “Los convidados de agosto”, e hizo evidente su sentido de la superioridad y cómo la vida se les revierte y los castiga con crueldad; su cursilería y su ridiculez, que los lleva a tratar con el silencio los hechos que son conocidos por todos y que pretenden, al callarlos, hacer como que no sucedieron. El lenguaje de Castellanos en estos relatos es más fluido, menos tenso y mucho más humorístico.
Murió en 1974, cuando era embajadora de México en Israel. El fallecimiento de Castellanos fue a consecuencia de una descarga eléctrica recibida por una lámpara al querer contestar el teléfono momentos después de salir de una ducha.[1]
EDUARDO MEJÍA.
Y su visión de la justicia
Rosario Castellanos nació en el Distrito Federal, en 1925, pero desde que le fue posible viajar, su familia se trasladó a San Cristóbal de la Casas, donde pasó toda su infancia y primera juventud y estudió hasta la secundaria; abandonó ese estado sólo cuando llegó a la edad de continuar la preparatoria e ingresar a la universidad.
Pero quedó muy marcada con lo que vio, estudió y observó esos primeros años de su vida. Su familia poseía tierras, aunque perdió mucho a raíz de la Reforma Agraria, que durante el periodo presidencial de Lázaro Cárdenas afectó haciendas y latifundios.
De cualquier manera, su familia, aunque empobrecida, siguió siendo de las privilegiadas; ella, hija única a raíz de la muerte de su hermano menor, fue criada por una nana, casi de su edad, que la cuidaba y jugaba con ella.
Como mucha gente que vivía en esas condiciones, pudo sopesar y observar las diferencias de dos mundos: el de los blancos, adinerados, que gozaban de una posición socioeconómica superior; y al mismo tiempo el de los indígenas, empobrecidos, quienes recibían una paga que no equivalía al trabajo realizado y que estaban acostumbrados a obedecer órdenes, no sólo laborales, que les comunicaban los blancos. Ambas partes aceptaban la superioridad de unos e inferioridad de otros.
Eso venía desde los tiempos de la conquista y se prolongó de manera natural toda la colonia; no desapareció con la independencia de 1821, tampoco con el triunfo de la fracción liberal en 1857, ni después, cuando el ejército liberal expulsó a los invasores que intentaron establecer en México el segundo imperio. Más bien se agudizó tras los largos periodos presidenciales de Porfirio Díaz. A lo largo de cuatro siglos Chiapas, rica en cultivos, selva y calor humano y vegetal, ha sido uno de los estados menos favorecidos por las políticas que han gobernado México desde que era parte de España. Rosario Castellanos vivió esas injusticias de niña y adolescente.
Aunque pertenecía a una familia adinerada, convivía con niños indígenas, comía con ellos, jugaba con ellos. Tenía una doble vida, como la de todos los que pertenecían a su misma clase socioeconómica, sólo que ella, en vez de crecer considerándose privilegiada, dueña de la vida de sus sirvientes, prefirió ponerse del otro lado de la acera, se identificó con los desposeídos y trató de servirles.
Al terminar la carrera de Filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México se fue a vivir una temporada a la tierra que la vio crecer, y con devoción franciscana se dedicó a educar a los indígenas, trabajó en su beneficio, escribió obras de teatro para que los niños chiapanecos aprendieran a leer y a escribir, y de esta manera adquirieran las otras herramientas para tener una vida más digna. Trabajó para el Instituto Nacional Indigenista, con la convicción de que los superiores no eran los blancos, los adinerados, los poderosos, sino los humildes, los explotados.
Pero no los convirtió en héroes, sino que los miró como a seres humanos, con muchas virtudes y también muchos defectos derivados de la miseria en que viven.
Retrató algunas de sus experiencias en sus dos novelas, “Balún Canán” y “Oficio de tinieblas”; pero donde mostró con más exactitud los contrastes entre ambas visiones de la vida fue en los relatos inexorables, a veces rudos, aunque bellísimos, de “Ciudad real”.
Pero Rosario Castellanos no tenía una visión trágica de la vida y también retrató a los otros, a los privilegiados, en otro volumen de cuentos, “Los convidados de agosto”, e hizo evidente su sentido de la superioridad y cómo la vida se les revierte y los castiga con crueldad; su cursilería y su ridiculez, que los lleva a tratar con el silencio los hechos que son conocidos por todos y que pretenden, al callarlos, hacer como que no sucedieron. El lenguaje de Castellanos en estos relatos es más fluido, menos tenso y mucho más humorístico.
Murió en 1974, cuando era embajadora de México en Israel. El fallecimiento de Castellanos fue a consecuencia de una descarga eléctrica recibida por una lámpara al querer contestar el teléfono momentos después de salir de una ducha.[1]
EDUARDO MEJÍA.
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[1] El subrayado es mío.
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